Una mujer perfecta para una noche hot.
Una noche muy caliente- Miguel Dorelo
Ella llegó un poco tarde, como toda mujer hermosa debe hacer. Solo fueron unos minutos, pero si la demora fuese proporcional a la belleza bien podría haber llegado cuarenta y ocho o setenta y dos horas después. Al contemplarla todo se le perdonaba.
Con solo entrar a la casa ésta cambió radicalmente, pasó a tener otro brillo, el aire se inundó con su aroma, mezcla de violetas y chocolate. En un anticipo de lo que nos esperaba, el fuego de la chimenea se avivó de golpe, las llamas que hasta unos segundos lucían de un color amarillento con tintes anaranjados viró al rojo intenso con estrías azules.
Apenas apoyó sus labios en los míos en un saludo que supo a promesas deliciosas; luego tiró su abrigo sobre el sofá del living.
Llevaba puesto un vestido lo suficientemente corto como para resaltar hasta lo indecible sus largas y bronceadas piernas. En la parte superior, el pronunciado escote resaltaba la perfección de sus pechos; no llevaba corpiño, eso era más que evidente, la fina tela transparentaba sus pezones erguidos, prestos al delirio de manos y boca insaciables que ambos sabíamos sería esa noche, inevitable.
— ¿Qué querés tomar? —pregunté.
—Eso —me dijo señalando una botella de vodka.
Le serví, tomó un gran trago y casi en el mismo instante con una experta y delicada maniobra dejó caer el vestido sobre la alfombra. La perfección hecha cuerpo de mujer parada en el medio de mi living, con el fuego alumbrándola desde un ángulo perfecto, como planificado por un dios bondadoso que realmente ama a sus hijos, pensé contemplándola extasiado en un arranque de misticismo erótico. Luego giró, dándome la espalda. Su única ropa interior, una pequeña tanga de color blanco puro, estoy completamente seguro hecha en exclusividad por expertos artesanos de otros mundos, calzaba a la perfección en aquél culo merecedor a todos los premios de belleza que han existido, existen o existirán aquí y en todo el universo conocido.
La temperatura del ambiente y de los cuerpos fue subiendo de forma proporcional a las miradas intercambiadas. Ella se arrodilló sobre la alfombra y comenzó a desprenderme el cinturón con una de sus manos, mientras la otra me acariciaba incentivando la parte de mi cuerpo que a esa altura ya no lo necesitaba. Bajó mi pantalón junto con mi slip; su boca realizó una tarea impecable que supo interrumpir en el momento exacto, apenas un segundo antes de que perdiera toda conciencia de espacio, tiempo y lugar.
—Ahora te toca a vos —me susurró tendiéndose en el piso alfombrado, haciendo deslizar con dos dedos la diminuta bombacha a lo largo de sus kilométricas piernas. El fuego en la chimenea se reavivó como presintiendo que la noche recién comenzaba.
Me despojé del resto de mis prendas y comencé con aquella tarea, la más deliciosa encomendada a hombre alguno.
— ¿Por donde te gustaría que empiece? —le pregunté con un hilo de voz.
—Lo dejo a tu criterio —ronroneó.
Criteriosamente, comencé por sus pechos, alternando pequeños mordiscos con succiones dignas de un niño hambriento que no ha sido amamantado por días.
Mi lengua fue marcando un sendero húmedo sobre su vientre hasta llegar hasta el cielo o el infierno, no podría precisarlo exactamente, de su entrepierna. Luego suavemente, ella volvió a girar, lenta y lánguidamente ofreciéndome la gloria del final de su espalda.
A esta altura de los acontecimientos la temperatura del centro de una estrella azul en comparación con la del living se asemejaba a la de una estepa siberiana en pleno invierno.
—Te quiero ya dentro de mí —me ordenó casi desesperada.
Y fue ahí cuando la pasión o el amor o no sé bien qué estalló.
Literalmente.
Desperté dos semanas después, luego lo sabría, en la cama treinta y nueve del hospital de agudos “Dr. Pablo de las Mercedes Cayetano Lébedev”. Los oídos me zumbaban atrozmente y solo conservaba un atisbo de lo ocurrido. Recordé el instante en que a punto de penetrar en esa anatomía perfecta, el estallido ensordecedor me catapultó a casi un metro de mi amada. Antes de perder el sentido, alcancé a escuchar una serie de otros estallidos consecutivos. Nada más acudió a mi memoria, ignoraba por completo las causas y consecuencias de dichas explosiones. Pensé en que habría sido de mi compañera en esa noche caliente y volví a quedarme dormido.
—Veintisiete. Y en menos de diez minutos. Jamás había visto algo así.
— ¿Qué? —alcancé a balbucear ante las palabras de aquel sujeto parado ante mi cama y que a juzgar por su vestimenta era un médico.
—Permítame presentarme: doctor Estanislao Gómez. Fui en parte el responsable, junto a mi equipo, de salvarles la vida a ustedes dos.
— ¿Los dos? ¿Ella está bien, entonces?
—Todo lo bien que se puede estar. Pero se va a recuperar.
— ¿Que sucedió, doctor? ¿Qué es eso, lo de las veintisiete en menos de diez minutos o algo así?
—Ah, claro, usted no está al tanto. Los implantes.
— ¿Los implantes?
—Los implantes que tenía su novia…o amante, no sé. Veintisiete en total. No quedó uno que no estallara. A juzgar por las heridas que usted recibió, el primero fue el glúteo izquierdo. Creemos que más a menos la secuencia fue: seno derecho, casi al unísono con el labio superior, luego el seno izquierdo, el otro glúteo seguido de papada, abdomen, vagina, luego pómulo, nariz, muslos y el resto. Todo en diez minutos. Realmente no sé en que estaban pensando, hacer el amor al lado de la chimenea con el fuego encendido más la temperatura corporal propia ocasionada por el deseo trajo como lógica consecuencia lo acontecido.
Han pasado seis meses y todo volvió a la normalidad, tuvimos suerte; ella se ha recuperado muy bien y ya le han devuelto parte de sus implantes: Está casi tan hermosa como antes. Neurológicamente no tuvo secuelas, su cerebro funciona al diez por ciento de una mente normal, exactamente igual que antes del fatal accidente.
Elaborado para La Cuentoteca