El loco del tren 3:
Terminar el trabajo empezado- Esteban Moscarda, Facundo Kishimoto &Miguel
Dorelo
Anoche
volví a dormir mal. Di vueltas en la cama y me levanté un par de veces a fumar.
En una de esas veces me tuve que hacer un té de durazno, otro de mis sabores
favoritos, para tratar de calmar mi ansiedad.
No
fue hasta que asomaron los primeros rayos
de sol por la ventana entreabierta de mi cuarto que pude reconocer lo obvio:
estaba preocupado por los hechos acaecidos hacía ya setenta y dos horas y de los
que fuimos protagonista mi amigo del alma, el señor F, y yo.
Remordimiento
suele ser una palabra usada por los cobardes para justificarse ante las
consecuencias de acciones que han realizado sin que nadie los obligara; no está
en mi diccionario personal. Aunque extraño al señor F, quién no extrañaría a un
amigo perdido abrupta y violentamente aun habiendo sido el causante directo de
esa pérdida, lo que me preocupa es otra cosa.
He
buscado la noticia en los diarios y tuve prendida la radio todo el tiempo,
ambas cosas sin resultados: ninguna noticia sobre la aparición del cadáver
apuñalado. Es extraño, aunque últimamente la aparición de un muerto más ya casi
ni es noticia.
Ayer
hablé por teléfono con el señor E y le recordé que teníamos que juntarnos a
hablar. Como al pasar le pregunté por el señor F y me dijo que hacía unos días
que no lo veía ni hablaba con él. Ambos convenimos en que no era algo inusual
que desapareciera durante un tiempo y que seguramente habría enganchado una
minita en el conurbano y se había afincado en su casa por unos días. Ya
reaparecería, nunca duraba en relación alguna más de una semana. Luego agregó
un “estuve muy ocupado, sabés que estoy
rindiendo en la facultad, pero este fin de semana nos vemos. Yo te aviso antes”.
Noté algo extraño en su tono de voz, pero me dije que debería haber sido
por mi paranoia actual; últimamente veo complots de todo tipo alrededor mío.
Anoche,
más calmado, podría haber dormido bien, pero como bien digo “podría haber
dormido”; cuatro llamadas a mi celular, la primera a eso de las dos de la
mañana y la última cerca de las seis, todas ellas marcadas por el aparato como
“privado”, todas ellas sin que del otro lado emitiesen ni una palabra, aunque
la comunicación no se cortara, lo impidieron. Después de la cuarta apagué el
teléfono, seguro algún pelotudo insomne
que no tenía nada que hacer y justo me tocó a mí ser blanco de sus
jodas.
Me
desperté de golpe casi a las diez, se ve que luego de apagar el celular me
quedé dormido; estaba empapado en sudor y creo que debo haber soñado, pero no
recuerdo casi nada del sueño, solo haberlo tenido. Prendo el celular y este me
avisa que tengo un mensaje. Lo abro y leo “aún
estoy aquí”, el remitente es “desconocido”. Pienso en el mismo idiota de
toda la noche y en que la gente está muy enferma, aunque algo en mi mente se
inquieta; a lo mejor el tipo no es tan
imbécil, su frase me resulta por lo menos inquietante.
Me
preparo el mate ya un poco harto de mis tés, suele pasarme eso con casi todo,
debo cambiar de rutinas para no
aburrirme. Me concentro en lo importante, ya me es totalmente imposible seguir
así, debo terminar el trabajo empezado antes de que enloquezca. Agarro el
teléfono y aprieto la tecla que me comunicará con mi mejor amigo, el señor E. Tenemos que vernos, es urgente, le digo.
“Mañana a eso de las siete de la tarde
esperáme en la parada del 128”, me dice su voz del otro lado y corta sin
darme tiempo a nada más. Es extraño, el tiene auto y rara vez se maneja en
colectivo. Supongo que se le debe haber roto. De todas maneras me pone nervioso
que utilice la misma línea de transporte y tenga que bajar en el mismo lugar
que hace menos de tres días lo hizo el señor F, pero por sobre todo el que
tengamos que transitar el mismo camino hasta mi casa y pasar juntos por el
lugar en que pasó lo que tuvo que pasar. En ese instante recuerdo, misterios de
la mente humana, el sueño de esta madrugada: el señor F mirándome a los ojos
mientras hundía el cuchillo una y otra vez en su cuerpo y su boca abierta en un
no grito.
Tengo
todo planificado al detalle y mañana a la noche ya podré descansar tranquilo
con la satisfacción del deber cumplido. Unas horas más y todo este asunto habrá
concluido.
El
señor M baja del colectivo, me sonríe, me tira un “como andás” y juntos emprendemos el corto camino hasta mi casa. Un
leve estremecimiento es todo lo que siento al pasar por el lugar en donde corté
abruptamente los últimos segundos de vida de mi amigo el señor F; pensé que me
resultaría más difícil hacerlo en compañía del tercer miembro de esta cofradía
que alguna vez dijéramos que sería para
siempre.
Tal
como supuse, el señor E no pudo negarse a tomar una cerveza apenas llegamos y
nos sentamos a la mesa de mi cocina. Diez minutos después el efecto del
narcótico había hecho efecto y caía dormido en su silla. Mi excusa de no
acompañarlo con la bebida debido a mi problemita con la presión sanguínea no
había despertado ninguna sospecha en él.
Cuando
despertó ya lo tenía atado fuertemente a su asiento. No hubo necesidad de
amordazarlo, en mi equipo de música
sonaba a todo volumen “Hombre esquizoide del siglo XXI” de King Crimson y si
quería podía gritar, mis vecinos estaban más que acostumbrados a que lo
hiciéramos habitualmente. No lo hizo, solo me miró. Tengo que hacerlo, necesito hacerlo, le dije. “Lo sé”, me respondió con una voz extrañamente calma mientras se
sonreía. Algo estaba mal, muy mal, pero aún no entendía qué.
“Claro
que lo sé y claro que no tengo miedo. Porque estoy loco. Porque no estoy menos
loco. La locura es un bálsamo, una medicación que cura la realidad. Yo estoy
loco, mis amigos están locos, el loco del tren estaba loco, loco el mundo, loco
el almacenero de la esquina. Por eso no tengo miedo ni dudas de la aparición
que se materializa en medio de la pieza, King Crimson como soundtrack loca,
loca la birra narcótica, loca la vida espumosa y el odio del loco del señor M.
Tal vez lo planeamos, igual que en la película “Las diabólicas”. Tal vez la
loca, demente, vesánica aparición fue un artilugio fríamente calculado,
estudiado, preparado para un hombre que sufre del corazón, que no soportaría la
venganza de unos amigos del alma, locos, locos como él”.
E. no tenía miedo, pero ¿Yo
sí? Yo maté al loco del tren, yo fui también el asesino de F. y yo era quien
había atado a E., entonces yo siempre he sido el poderoso ¿No? ¿De dónde habrá
salido lo que estoy viendo? ¿De dónde he salido yo? ¿De dónde el loco del tren?
No tenía ninguna de esas respuestas, solo tenía la impresión de estar en frente
de lo que siempre imaginé como el deseo mal formulado a la pata de mono: que F.
volviera a estar vivo. A duras penas lo reconocí, su esencia era la misma pero
el aspecto y hedor que mis sentidos sufrían eran atroces. Ahora no solo E.
carecía de temor, sino que F. me hacía sentir escalofríos. Como en las peores
pesadillas mis músculos no me respondían, este nuevo ser estaba cada vez más
cerca y yo sin poder moverme. Quise cerrar los ojos para que el final fuera
menos doloroso, pero tampoco me dejaron. No sé si alguien mencionó que en el
momento preliminar a la muerte los sentidos se intensifican, pero todo se me
presentaba extrañamente más luminoso y oscuro a su vez, hasta el ruido más
tenue me era audible, hasta el punto de dolerme los tímpanos; sentía unas
náuseas tremendas a causa del estado de putrefacción que tenía F., mi lengua
estaba más que reseca; y mi sentido común ya no entendía un carajo. Un segundo
más y F. me daría alcance. Un segundo más y… risas… carcajadas… estridentes
carcajadas. Sí. E. y F. se estaban riendo ¿Todo esto era una joda?
Carezco
de voluntad propia, apenas puedo moverme, mis manos comienzan a desatar al
señor E sin que pueda hacer nada para impedirlo. E y F ya no ríen. Te vamos a explicar todo dice uno de
ellos. No distingo cuál de los dos ha hablado. El olor que despide el señor F
es inadecuado a todas luces, algo no cierra, somos tres amigos charlando
amablemente y ese aroma nauseabundo no tiene nada que hacer aquí.
“Pensamos en matarte”, me dice el señor
M, "pero ya no”. A pesar de lo que me
hiciste y de lo que planeábas hacerle a él, somos tus amigos, tus amigos del
alma, agrega el señor F.
No entendemos bien que es lo que pasó, pero
luego de que abandonaste mi cadáver volví a la vida. Desorientado solo atiné a
llamar a E y contarle todo. Me creyó enseguida, sabe perfectamente que no
podría mentirle sobre algo así. Y planificamos esto, claro. Mejor dicho, fuimos
improvisando hasta llegar a este momento, que deberían haber sido tus últimos
momentos. Un buen susto, un gran susto que paralizaría tu corazón enfermo. Pero
no podemos hacerlo, te amamos
demasiado, concluye ante el asentimiento con un gesto del señor E.
Ahora
entiendo el por qué de la no aparición del cadáver y la falta de noticias sobre
el crimen. Las llamadas a mi celular durante la noche y el mensaje de texto, el
“aún estoy aquí” que logró perturbarme. Les festejo esto último, han sido muy inteligentes, les digo, sembraron en mi una duda de manera magistral.
Me miran asombrados, no hemos hecho
eso, me aseguran. Sus miradas me dicen que no están mintiendo. De repente
el miedo más profundo se apodera de mi ánimo ¿Quién entonces? Me calmo.
Reflexiono y mi mente vuelve a aquél instante, a esa mañana cuando prendí el
celular y leí el mensaje. Por supuesto, estuve en lo cierto al creer que debe
haber sido un idiota que no tenía otra cosa que hacer más que gastar una broma
pesada a un incauto al azar; unas llamadas de madrugada y un mensaje enigmático
para reírse un poco. Se los cuento y los tres reímos, juntos, como en las
mejores épocas.
El
dichoso aparatito suena en ese instante, las risas se cortan de golpe pero solo
por un momento. Esta vez las carcajadas son más fuertes, “ahí está el tipo otra vez, atendélo”, dice el señor E.
Levanto
el celular y me lo arrimo al oído. Solo
yo existo y lo sabés, dice la voz del otro lado. El señor E y el señor F
comienzan lentamente a desvanecerse junto a los muebles, las cortinas, el
celular, mi mano, las ventanas y la calle que da al frente de mi casa.
El
tren avanza con su andar cansino. En el vagón de la línea Mitre que va desde
Villa Ballester hasta Retiro un hombre joven de entre unos 25 a 30 años, de contextura
flaca, barba desprolija y ojos claros observa con mirada inquietante a tres
amigos que un par de asientos más allá conversan animadamente.